Encuentro Literario con Germán Sánchez Espeso

El día 14 de septiembre a las 20h. Sala de la Palabra. Teatro Liceo, tendremos nuestro próximo encuentro con: Germán Sánchez Espeso


Germán Sánchez Espeso nació el 22 de enero de 1940 en Pamplona (Navarra). Cursó estudios de bachillerato y de acceso a la universidad con los Jesuitas de Pamplona, en cuya orden ingresó en 1957. Estudió Literatura Clásica Greco-Latina en Veruela, Zaragoza. En 1961 se trasladó a la Facultad de Filosofía de Loyola, Guipúzcoa, donde se licenció en Filosofía con su tesis “Arte, artes y cine”.

De  1964 a 1968 estudió Cinematografía en la Universidad de Valladolid, asistió a los ciclos de cine clásico de la Filmoteca Francesa, en París, y obtuvo el título de Realizador de Televisión en los estudios de Prado del Rey en Madrid. Fue profesor de literatura en el colegio de los Jesuitas en Tudela, Navarra y tras estudiar Teología en las Universidades Oña y Deusto abandonó sus creencias religiosas.
En 1968 se trasladó a Madrid, donde estuvo ejerciendo como director de cine publicitario. Recorrió gran parte de Europa, incluidos los entonces prohibidos países comunistas (Checoslovaquia, Alemania Oriental, Polonia, Hungría y la Unión Soviética); los países del Magreb; Egipto, Jordania, varios paises de Sudamérica y de Asia, como  Pakistán, Nepal e India. Fue iniciado en el yoga tántrico por Kalian Sivanada, maestro de la milenaria dinastía tántrica del Brahman Gotra, con sede en Jaipur.
Residió en Estados Unidos como miembro del International Writing Program de la Universidad de Iowa. Trabajó para la editorial Macmillan McGraw–Hill de Nueva York, y aprovechó la proximidad continental para conocer México y Puerto Rico. Ha publicado trece novelas, entre las que destaca "Narciso" con la que obtuvo el Premio Nadal en 1978, y dos libros de relatos y ha colaborado en numerosas revistas y periódicos.


LA RANA SOBRE EL NENÚFAR

Introducción

Soy solamente una rana
en un nenúfar subida,
desde el que observo la vida
sentada, quieta y lejana.

1
HOMBRE Y CIUDAD

1
      Amor universal

Desde aquí vislumbro el río,
un pescador sonriente
y un anzuelo en la corriente
probando el libre albedrío.

Si hablamos de la otra orilla
a todos tienen en vilo
los dientes de un cocodrilo
atento a ver lo que pilla.

No muy lejos de mi estanque,
donde se extiende la tierra,
cada cual hace su guerra
parapetado en su tanque.

Si miro un poco más lejos,
el bosque es una añagaza:
todos andan a la caza
de perdices y conejos.

Hago preguntas sutiles
cuando pasan aviones:
¿Van transportando ilusiones
o cargados de misiles?

Existen hoy día ciertas
gentes que más miedo dan
que el ojo del gavilán
con sus dos alas abiertas.



Son personas de altos vuelos
que emplean una retórica
que se llama bomba atómica
y baja desde los cielos.

Otros luchan contra el mal
diciendo que a todos aman
y muy enfadados proclaman
el amor universal.

                 2                          
     Reír o hacer reír

Por la mañana temprano
se levanta un gran telón
y comienza la función
del sufrido ciudadano.
                                                                           
Cada instante es un ensayo
y aprender tiene sentido,
pero, ¿quién no está metido
en su papel de lacayo?


El teatro es prototipo
del vivir: a cada rato,
firma Fausto su contrato,
y a su padre mata Edipo.


La existencia les embarca
en este juego amañado:
un vientre te hace criado
y el otro te hace monarca.

A pesar de que reclaman
todos lo mismo, a la par,
muchos lloran sin mamar
y pocos, sin llorar, maman.

Y se da la paradoja
de que ser, a un tiempo, autores,
actores y espectadores,
les aturde y les sonroja.

Pues no es fácil discernir
cuál es cada cometido:
si aplaudir, ser aplaudido,
si reír o hacer reír.

Y a cada paso hay un fallo,
pues toda la compañía
deberá actuar cada día
sin mediar un previo ensayo.

NARCISO

            Esta noche revoloteas, palomita agonizante, en torno a mi mente simiesca, como aquella primera noche de estancia en esta quinta y de insomnio para mí, aquella noche de libido, de espantos y de nupcias frustradas, noche turbadora, noche estival, del día cuatro de agosto que tomo como punto de partida para la narración de esta etapa demente de mi vida (cuánta torpeza, señores del Jurado, y cuánta sublimación en once días), tú, Lía adorada, en la alcoba de arriba, y yo, argolla en nariz, encadenado a mi pocilga.
            Los rayos x de mis deseos proyectados hacia el techo alimentaban el anhelo de mis tendencias viriles. A mis dedos viscosos les hubiera gustado serpear aquella noche hasta tu estancia para tirar, en cinco tiempos consecutivos, de las cinco cintas que custodiaban tu virginidad: de la que ceñía la cintura de tu camisa de dormir; de la que fruncía el canesú de blonda bajo tus pechos; de la de terciopelo albaricoque que recogía tus cabellos en

haz sobre tu nuca, que al sentirse liberados y estimulados por una cariñosa sacudida de tu cabeza, se hubieran desparramado sonando campanitas; de las enlazadas en tus hombros satinados, pronunciada pendiente sobre la que, al más leve de los contactos, se hubieran deslizado arrastradas por el liviano peso de tu breve camisola que se vendría abajo en un jadeo.
            Esto imaginaba cada vez que mi oído de torpísimo murciélago, aquélla tu primera noche de estancia entre nosotros, detectaba cualquier sonido real o trasoñado, pero siempre para mí delator de posibles desplazamientos de tus plantas desnudas, provocativamente desembarazadas sobre el techo de mi jaula.
            Tras cuyo tormento, Narciso debiera haber abandonado su lecho para poner sus garras peludas en el primer alcohol hallado a mano y beber desesperadamente hasta ser arrojado de nuevo al colchón, donde su cuerpo degenerado se derrumbaría, definitivamente abandonado y dormido, tras ligeras experiencias de hervores letíficos e insatisfactorios. Pero no fue así, como verás.
            No como poeta que soy, sino como estratega, se me ocurrió urdir un plan de asedio que se tradujo en los insospechados resultados que expongo a continuación. Opté en dos ocasiones consecutivas, durante aquella misma noche, por franquear los profundos abismos que me separaban de ella. Flotó el torpe y osado escualo por los infinitos corredores, precedido de un cortejo de pececillos piloto que, en silencio, tiraban de una soga sujeta a su nariz.
            Me veo impelido, por mayor explicitud, a hacer hincapié en la audacia, en la alta dosis de temeridad inyectada en mis testículos, señoras mías, dado que mi padre dormitaba tras la primera puerta del rellano superior de la escalera principal.
            Véanlo ustedes mismos.
            Primer intento. Mi sangre fría me conduce a salvar la escalinata. Vedme caminando con firme zancada y porte altanero, embutido en una vieja piel de cordero, cuando, de súbito, mi tórax erguido, mi frente altiva y mi mirada retadora toparon con la figura de mi padre, o su fantasma, que arrastrado quizá por pececitos parecidos a los míos rondaba el habitáculo de la niña. No echemos en olvido que la aristocrática hemoglobina de mi padre bien pudiera contener todavía algún leucocito atávico que reclamara su antiguo derecho de poner la pierna en las doncellas del castillo. Sea lo que fuere, el caso es que el viejo navegaba por los mismos aledaños, vistiendo un batín de seda sangre de toro. Su mirada bovina, en cuyo auxilio apenas si acudió un débil mugido, redujo de nuevo el esqueleto de mi lujuria al jergón de mi mazmorra.
            Segundo intento. Incontinente, mi virilidad tumefacta, salté al jardín. Ella, al parecer, acostumbraba a dormir con las ventanas entreabiertas. Ay, lector, cuántos anhelos en combustión entraron por ellas las noches subsiguientes, y salieron congelados. Pero no nos entretengamos. ¿Qué camino seguir? Ninguna hiedra había tendido su robusta red por donde el arácnido se encaramase. Ninguna cornisa ofrecía su generoso saledizo al pie concupiscente. Ningún árbol cómplice prestaba su brazo a tan turbio proyecto. Pensé para mí: ¿Qué vías deberá abrir mi lascivia? ¿Escalaré el muro con mis uñas retráctiles? ¿Practicaré un boquete en el techo para deslizarme por un hilo hasta su tálamo? ¿O más bien doblegaré sumiso mi cerviz ante su puerta y regaré mi vergonzosa imploración («las lágrimas pueden, a veces, más que las palabras», se lee en Ovidio) con abundante caudal de llanto?
[…]




NO DEJÉIS EL CUCHILLOSOBRE EL PIANO
                                                                          1
            Se levantó pesadamente de la cama y dio unos pasos inseguros. La cabeza le daba vueltas. Se dirigió hacia la terraza, a la que se accedía por el dormitorio. Aunque le separaban de la puerta pocos metros, le pareció que no iba a llegar nunca.
            -La maldita terraza- murmuró-. ¿Está en alguna parte?
            El sol le golpeó en la cara. Fue como salir de un túnel, del túnel de la noche, podía decir. Ahora se enfrentaba a un mundo luminoso, tanto o más amenazador que la misma noche.
            Se miró el cuerpo sorprendido, como si se hubiera olvidado de que tenía cuerpo. A veces uno se olvida de las cosas más elementales. Pero ¿cómo diablos iba a olvidarse de sus más de dos metros de estatura y sus ciento cincuenta y ocho kilos de peso?
            Tampoco se había olvidado de quién era: Arthur Piggy Harkins. Casi un viejo, pero con fuerzas para recuperarse de aquella espantosa mala racha.
            Piggy era el mote por el que le conocía todo el mundo. Al principio, cuando le fue bien con lo de las salchichas, sus amigos comenzaron a llamarle en broma Piggybank. Para muchos sólo era eso, un cerdito de barro repleto de dinero. Finalmente se quedó con Piggy.
            El día era espléndido. Su pijama negro de seda podía ser el atuendo de un pirata. La brisa, que llegaba del East River, le atravesaba el fino tejido de los pantalones y le cosquilleaba en las sensibles cerditas de los testículos. Eso le produjo cierta sensación de seguridad en sí mismo, como si en aquellos pelillos residiera algún centro vital de su identidad como persona. Todo lo demás, todo lo que le rodeaba, estaba diluido en la distancia. La densidad de la materia de la que estaban hechas las cosas se debilitaba a medida que se alejaba de sus testículos. Por eso dedujo que sus testículos eran el centro del universo, al menos en ese momento.

-Señor- dijo una voz femenina detrás de él-. El desayuno.
            -¿Qué?
            -El desayuno.
            Al volver la cabeza sólo vio unas manos de piel morena, que se retiraban con rapidez después de haber dejado la bandeja plateada sobre una de las mesas blancas que rodeaban la piscina. Las manos eran dos pájaros oscuros que habían levantado el vuelo asustados.
                Sintió vértigo al girar sobre sus talones para mirar la sombra que desapareció en el interior del dormitorio, camino del vestíbulo del que partía la escalinata que conducía al piso inferior. Se llevó la mano a la frente. Cada día descubría una nueva sensación desagradable. Su cerebro largaba a veces fatídicas descargas de angustia, cuyo destino final era su estómago o sus rodillas.
            Se sentó a la mesa y entrecerró los ojos, deslumbrado por la luz. La bandeja resplandecía bajo el sol de la mañana. En el reflejo cegador se recortaban las siluetas de la tetera con el café, el vaso de zumo de naranja, la mantequilla, el azucarero, los huevos pasados por agua, los panecillos, el New York Times y una flor: un capullo de rosa blanco, con el tallo sin espinas envuelto en papel aluminio y atravesado por un imperdible.
            Mordisqueó con desgana un panecillo que parecía apetitoso. Pero al contacto con su paladar, la masa adquirió un sabor como de barro. Lo dejó a un lado y probó el café. No estaba caliente, pero al menos estaba cargado, como a él le gustaba.
            Tomó otro sorbo. La taza blanca, de porcelana, produjo un repiqueteo en el platillo. Fue un sonido parecido al que se hubiera producido en un movimiento sísmico. Pero nada se movía en ninguna parte, salvo sus rollizos dedos recubiertos de un vello un poco rizado y perfectamente visible a un metro de distancia.
            Observó el cielo. Si uno permanecía un rato mirando las nubes en movimiento, acababa creyendo que eran los edificios los que surcaban el espacio. Los rascacielos parecían mástiles de una escuadra de veleros a la deriva en un mar de... mierda.
            <<La gente paga más por los pisos altos>>, pensó. <<Esta ciudad se está hundiendo en la mierda y todos se pelean por encaramarse a los mástiles, por conseguir un lugar lo más alejado posible del sucio oleaje que invade las calles llenas de vagabundos manchados de vómito, mendigos que se hablan solos, borrachos que agitan un vaso de papel pidiendo una moneda, locos con la cara magullada y la baba colgando de la barbilla...>>

[…]

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