La editora de Casiopea Ediciones, Pilar Tejera, acompañada por la directora de la Fundación Biodiversidad, dependiente del Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, presentaron ayer en Madrid el libro El bosque y yo. En la presentación también han participado Álvaro Rodríguez, de The Climate Reality Spain y Maribel Gutiérrez, de la Fundación Global Nature.
Esta publicación, editada con motivo de la celebración del Año Internacional de los Bosques, reúne los relatos de 40 mujeres de todo el mundo, encabezadas por la primatóloga Jane Goodall, relacionadas con la preservación del medio ambiente, la aventura, la literatura, etc. que aportan su particular visión del mundo de los bosques. Una de las personas invitadas a participar fue nuestra socia Annie Altamirano con el texto Mi árbol.
Pueden leer las reseñas de la presentación de libro en el blog de Annie http://tubodeensayo-annie.blogspot.com
Y este es el bellísimo texto de nuestra socia:
MI ÁRBOL
Mis abuelos tenían una casa con un patio enorme donde había varios árboles, entre ellos un ciruelo de corteza áspera y ramas fuertes que era ya adulto cuando yo nací. En primavera se llenaba de flores blancas que prometían fruta deliciosa, en el verano las ramas se inclinaban por el peso de las ciruelas enormes, moradas, de esas que hay que comer inclinado hacia delante porque si no te chorreas la ropa de tan jugosas que son. Y durante todo el año era mi universo paralelo, mi compañero de aventuras, la tienda de los indios, mi caballo, y las ramas mas altas la torre de un castillo.
Pasaron los años, pasó la adolescencia, llegó la universidad, algunas amarguras, muchas alegrías, dos o tres amores, los exámenes, el trabajo… El mundo se volvió real. No más caballos, ni tiendas, ni indios, ni castillos.
El árbol fue envejeciendo a medida que yo me hacía mayor. Un buen día fueron mis hijos quienes jugaron a treparse al palo mayor del barco pirata y me di cuenta que mi árbol tenía cada vez menos flores y menos ciruelas. Una primavera casi no floreció, solo aparecieron tres florecillas y unas pocas hojas. ‘Se ha secado’ dijo mi madre con tristeza. Yo no estaba tan segura, corté una ramita y todavía estaba verde. ‘Esperemos a ver qué pasa’, le dije. Como agradeciéndome, al año siguiente floreció otra vez y aunque no fue tanta la fruta, todavía un verano más comimos esas ricas ciruelas de mi infancia.
Pero no duró. Un año más y ya no hubo flores ni fruta. Alguien, probablemente mi padre aconsejado por el jardinero, sugirió talarlo. Me negué. Nadie lo iba a tocar hasta que se secara definitivamente, hasta que se muriera. Se lo debía.
Me fui a vivir a otro país. Hace dos años regresé a la casa de mis abuelos y allí estaba, unas pocas hojas amarilleando, esperándome. Fue la última vez. Hace unos meses supe que ya no tenía remedio. Mi árbol se había muerto.
Esta publicación, editada con motivo de la celebración del Año Internacional de los Bosques, reúne los relatos de 40 mujeres de todo el mundo, encabezadas por la primatóloga Jane Goodall, relacionadas con la preservación del medio ambiente, la aventura, la literatura, etc. que aportan su particular visión del mundo de los bosques. Una de las personas invitadas a participar fue nuestra socia Annie Altamirano con el texto Mi árbol.
Pueden leer las reseñas de la presentación de libro en el blog de Annie http://tubodeensayo-annie.blogspot.com
Y este es el bellísimo texto de nuestra socia:
MI ÁRBOL
Mis abuelos tenían una casa con un patio enorme donde había varios árboles, entre ellos un ciruelo de corteza áspera y ramas fuertes que era ya adulto cuando yo nací. En primavera se llenaba de flores blancas que prometían fruta deliciosa, en el verano las ramas se inclinaban por el peso de las ciruelas enormes, moradas, de esas que hay que comer inclinado hacia delante porque si no te chorreas la ropa de tan jugosas que son. Y durante todo el año era mi universo paralelo, mi compañero de aventuras, la tienda de los indios, mi caballo, y las ramas mas altas la torre de un castillo.
Pasaron los años, pasó la adolescencia, llegó la universidad, algunas amarguras, muchas alegrías, dos o tres amores, los exámenes, el trabajo… El mundo se volvió real. No más caballos, ni tiendas, ni indios, ni castillos.
El árbol fue envejeciendo a medida que yo me hacía mayor. Un buen día fueron mis hijos quienes jugaron a treparse al palo mayor del barco pirata y me di cuenta que mi árbol tenía cada vez menos flores y menos ciruelas. Una primavera casi no floreció, solo aparecieron tres florecillas y unas pocas hojas. ‘Se ha secado’ dijo mi madre con tristeza. Yo no estaba tan segura, corté una ramita y todavía estaba verde. ‘Esperemos a ver qué pasa’, le dije. Como agradeciéndome, al año siguiente floreció otra vez y aunque no fue tanta la fruta, todavía un verano más comimos esas ricas ciruelas de mi infancia.
Pero no duró. Un año más y ya no hubo flores ni fruta. Alguien, probablemente mi padre aconsejado por el jardinero, sugirió talarlo. Me negué. Nadie lo iba a tocar hasta que se secara definitivamente, hasta que se muriera. Se lo debía.
Me fui a vivir a otro país. Hace dos años regresé a la casa de mis abuelos y allí estaba, unas pocas hojas amarilleando, esperándome. Fue la última vez. Hace unos meses supe que ya no tenía remedio. Mi árbol se había muerto.
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